martes, 27 de enero de 2009

El peso del pasado

Existe un poder encargado de dar muerte.
Matar en lugar de ese poder es como
manejar el hacha en lugar del carnicero.
Quien así lo intente, que se cuide
no cortarse su propia mano.

Lao Tse


Antes de entrar a la oficina, me detengo un segundo para mirar la placa recién colocada. Por primera vez en mucho tiempo siento vanidad.
El ambiente climatizado del interior me relaja. De la caja de habanos que tengo en el escritorio, saco un Trinidad —a los que me he aficionado en mi reciente viaje a Cuba, en la comitiva del gobernador—. Lo enciendo, y el intenso aroma a tabaco con notas amaderadas se mezcla con un sabor ligeramente amargo. Un placer.
Aprovecho para ojear la correspondencia que mi asistente seleccionó como importante: un sobre con membrete de un conocido estudio jurídico llama mi atención. Su remitente, Ignacio Olazagoitía, me lleva de inmediato a un pasado que en absoluto puedo admitir. Rompo el sobre, y al sacar la carta, cae un viejo recorte de diario.
«Te sorprenderá recibir esta carta —me dice el Vasco— a tantos años de mi muerte. Lo arreglé para que sea de esta manera. El recorte es simplemente un recordatorio de la época en que trabajábamos juntos.»
Más que sorprender, la carta me resulta inoportuna y extremadamente molesta. Debería tirarla. No obstante, algo me lo impide y sigo leyendo:
«Tengo sueños que se repiten y recién ahora entiendo la razón: debo contárselos a alguien.
»Vos nunca sabrás hasta dónde he caído. Nunca sabrás de estos sueños… o visiones (ya no sé cuándo sueño y cuándo alucino). Nunca sabrás de estas imágenes que me muestran toda una vida vacía… o a lo mejor tendría que decir “llena”, una vida llena de dolor, desesperación y muerte.
»Vivo en un lugar plagado de sombras: figuras que parecen sacadas de un cuento de Lovecraft me arrastran por un camino infinito bordeado de esqueléticos árboles. Otras veces, la cara reventada de Zarza me salpica con su sangre.
»Qué vas a saber vos lo que es oír, todo el día y todos los días, el “crac” de la corredera expulsando la vaina servida de la .45.
»Despierto aterrado y me siento en el borde de la cama. Entonces comprendo que ese cuerpo que acabo de soñar, contrayéndose en agonía, no es el cuerpo de Zarza sino el mío. Sí, tenés razón: son los síntomas del “delírium trémens provocado por la ingesta de cocaína”, como lo apuntaba el manual del Servicio.
»Mi castigo empezó después del homicidio del Indio Zarza. ¿Recordás cuando fuimos a buscarlo?
»—Soy yo —dijo el Indio cuando preguntamos por él. Caminó hacia nosotros, lento, como si el tronco le pesara demasiado. Estaba irreconocible: curtido por el sol, enflaquecido, encorvado, el pelo y la barba casi grises. Parecía tener cincuenta años, en lugar de veintinueve. Ya no impresionaba con el físico, sólo sus facciones fuertes seguían amplificando su voz ronca. Lejos había quedado el maestro normal, el aventajado estudiante de Psicología de la facultad de Rosario, el trabajador social, el activista del PRT, militante del ERP. En dos meses había perdido a casi todo su grupo y a su compañera, en Tucumán.
»Hubiese pasado por un tape cualquiera de ese paraje norteño, pero un infiltrado en la Agrupación Pueblos Olvidados detectó su presencia.
»—El juez federal ordena su detención.
»Me pareció que él esperaba ese momento: no opuso resistencia. Recogió un par de pilchas sin saber que la orden era falsa. Ya había zafado una vez con un recurso de hábeas corpus.
»Acordate de lo que pasó después, cuando íbamos de regreso en el Falcon. Al llegar al puente que está cerca de Reconquista, hiciste detener el auto.
»—Bajalo, que eche una meada antes de seguir —me dijiste, mientras caminabas en dirección al arroyo.
»Sólo quiere asustarlo, pensé cuando lo hiciste arrodillar a la orilla del agua. El “clic” de la pistola al ser montada me desengañó.
»Siempre quise saber si ya lo tenías planeado o si se te ocurrió en el momento. Dudo de que te hayan dado esa orden. Para mí, que fue decisión tuya.
»El Indio se adelantó a la muerte. Gritó, y su grito sonó a terror. Es el mismo grito que seguí oyendo por años, que sigo oyendo ahora mismo, como una caja de resonancia dilatada y a punto de estallar. Me desespera.
»—Hay que erradicar a estos tipos de la raza humana —dijiste como al pasar.
»Fui testigo de ese homicidio y soy tan culpable como vos, por no impedirlo.
»Me dejaste en un pozo, lleno de mierda hasta las orejas, y cada vez me cuesta más salir.
»Vos, en cambio, llegaste alto. Incluso más de lo que esperabas. Jodiendo gente, ¿no es así? Y dar la cara por el cagón ese que pronto será gobernador, sin dudas te fue favorable. Todo te salió redondo. Y, claro: sabés usar a quienes te rodean. Sin embargo, lo que más te admiro es la capacidad camaleónica. Ahora sos un tipo de la democracia, y quién te toca el culo. Mirá lo que son las cosas: el señor, haciendo carrera en la política, sentado en una mina de oro. Pensar que me mangueabas los puchos...
»Este es uno de los pocos momentos de coherencia que he tenido últimamente, y puede que ya no tenga otro. Presiento que es el fin y no me asusta. Es más, ansío la muerte: siempre la llevé del brazo. Cuando me muera dirán que estaba muy enfermo, o simplemente, que era un adicto irrecuperable. Pero nadie se detendrá a revisar las causas. Siempre pasa igual.
»Me despido recordándote que nos veremos del otro lado.
Capitán Camacho»

El infeliz mantuvo su nom de guerre. La verdad, después de leer me siento vacío, sin emociones ni remordimientos. Han pasado casi treinta años de su muerte. ¿Por qué esta carta ahora? ¿Por qué a mí?
Devuelvo todos los papeles al sobre, lo prendo fuego y conecto el extractor para eliminar hasta las cenizas. “Pobre estúpido”, me digo al recordar al Vasco en sus últimos momentos.
Lo rastreé hasta la villa donde vivía en un sucucho inmundo y lo encontré desvariando en el borde de la cama. Un escracho: mugriento, barbudo, con un olor a rancio que casi me tumba. Nunca debí permitir que la situación llegara a ese punto. Él había sido siempre el eslabón más débil.
Puse la pistola en su mano y me miró de una forma extraña —no con miedo sino, me pareció, con algo de compasión—. Apoyé el cañón del arma sobre su sien derecha. El Vasco no se resistió; parecía completamente relajado. Apreté el disparador, y la detonación quedó amortiguada entre las cuatro paredes. Su cuerpo cayó a un costado y hacia atrás. Extraje el silenciador, limpié mis huellas cuidadosamente, extendí a medias su brazo derecho y cerré su puño sobre la culata.
Unas “picaduras” en ambos brazos, algunas jeringas debajo de la cama y un par de ravioles en la mesa de luz completaron la escena. Un trabajo bien hecho: nadie dudaría del “suicidio”.

De pronto, unos discretos golpes a la puerta. El asistente me avisa:
—El señor ministro pide verlo urgente en su despacho.
Es extraño: más que un pedido, parece una orden. Además, cuando el ministro quiere decirme algo en privado me llama directamente por el interno.
Recorro el largo pasillo, y su secretaria me recibe con la expresión de la Mona Lisa
—Pase. El señor lo está esperando.
Entro al despacho y me detengo frente a su escritorio. Me mira por sobre los anteojos sin invitarme a sentar. “Acá hay algo que no anda bien”, pienso. Entonces, levanta la cabeza y me dice:
—El gobernador acaba de recibir una carta con un recorte de diario. Se te implica en un homicidio (tu época en la SIDE). Me pidieron que tome distancia, así que sacá licencia y desaparecé, ya. En este sobre tenés un pasaje de avión: más no puedo hacer. Antes de irte, dejá firmada la renuncia.
Un peso desacostumbrado en los hombros parece querer aplastarme. ¿Significa que el esfuerzo y el compromiso de cuarenta años se fueron a la mierda por una estúpida carta?
Salgo sin decir nada y comienzo a desandar el pasillo. Cuando voy llegando a mi oficina, veo que un empleado de maestranza está retirando la placa.

De Luis Alberto Scremin

Contacto con el autor: luisalberto.scremin@yahoo.com.ar

Bienvenidos a La Letra que Abraza

¡Pasen y vean! En este sitio, los cuentistas de La Letra que Abraza publican algunas de sus producciones.



Daniel Paredes (coordinador del taller)